“Solo sé escribir cuando estoy triste”, respondí.
Pero me hizo prometer que escribiría, aun con todo,
aun sabiendo que con él al lado no podía sentir tristeza y que mi musa en esos
tiempos dormía en un rincón del bosque.
Pensé en sus manos, los ojos, la sonrisa y todas
aquellas cosas que en mí habían hecho mella y en mi jardín de la alegría habían
plantado las semillas. Pero las palabras en mi mente habían cogido vacaciones.
La tinta de mi escritura era blanca sobre el folio.
¿Dónde te has marchado, pentagrama de palabras?
Silencio…
Silencio…
Los días se hacen más cortos. Ha llegado el otoño, y
con él vino de su mano la tormenta. Llegó el viento y trajo con él de compañero
al dolor ya olvidado, mi viejo amigo. Y con este último… ¡sorpresa! Las
palabras, cantarinas, aunque melancólicas, vinieron girando en torno a mí, como
un torbellino que arrasa a cada paso que da. Lloraron las nubes y la tinta se
volvió negra en mis folios, porque entre aquel vendaval de palabras, pensé de
nuevo en sus manos, sus ojos y todo aquello que él lleva consigo.
Y así, volví a escribir como hace tanto, tanto
tiempo.
Yo, con una media sonrisa. Te lo dije: “Solo sé
escribir cuando estoy triste”.