En mi mano tenía las llaves del cielo, a punto
estuve de introducirlas en la cerradura y dar el paso que me llevase al edén.
En mi mano estaban, pero me las robaron. Frente a aquella verja me quedé
parada. En mi mano estaban y ya no las tenía…
Anduve por los desiertos. Acaricié con mis dedos la
arena de las playas por las que pasé en mi viaje. Sentí la frescura de la
hierba de los campos en cada pisada. El frío me quemó hasta el alma colándose poco
a poco en mi cuerpo cuando exploré los glaciares. Tanta búsqueda, tanto cuidado
en encontrar aquellas llaves. ¿Dónde estás, ladrón?
Pasó el tiempo… Pasó el tiempo, siempre tan
traicionero, siempre tan serio, tan áspero al hablar conmigo. Se apagaron los
rayos de sol, el calor se escondió tras las montañas, cayeron las hojas de los
árboles al llegar el otoño y vi al verde metamorfearse en tonos muertos. Todos
ellos –rayos, calor, hojas– me miraban al pasar. Me dijeron: “tú no conoces el
cielo”. Estaban en lo cierto.
¿Dónde estás, ladrón?
Pasó el tiempo...
Pasó el tiempo. La esperanza ya perdida. ¿El ladrón?
Quién sabe… Yo solo sabía que el tiempo había pasado, la esperanza se había ido y el
ladrón estaba desaparecido. No así la justicia, no así la luz, no así la paz.
Ellas me encontraron. Ellas me sonrieron. Ellas me tendieron la mano. Ellas me
miraron y me dijeron: “tú no conoces el cielo, pero él espera por ti”. Y ellas,
en su infinita bondad y su genuino altruismo, me dieron las llaves que tanto
busqué. Al fin.