“El tiempo es algo valioso”, “el
tiempo es oro”, “no pierdas el tiempo”. Son expresiones populares muy conocidas
sobre la necesidad de aprovechar bien el tiempo del que disponemos. ¿Quién duda
de su valor?
El tiempo es efímero. Se cuenta en
horas, minutos y segundos, pero su valor es incalculable. A veces pasa lento,
como si alguien hubiese parado el reloj; otras, pasa tan rápido que lo perdemos
a la misma velocidad en la que se va un suspiro.
¿Cuántas veces habremos perdido el
tiempo? ¿Cuántas lo habremos pasado mirando al infinito o gastándolo en cosas
inútiles? ¿Cuántas veces nos habrán aconsejado que aprovechemos el tiempo y que
no lo perdamos? Cientos, miles de veces. Y aun así seguimos sin hacer caso, sin
apreciar el valor de ese tiempo…
¿Pero quién mide su valor? ¿Quién
puede decir “el tiempo vale esto o esto otro”? ¿Acaso hay alguien que lo sepa o
alguien que lo pueda pagar? No, realmente no. El tiempo no se detiene, no hay
hechizos mágicos para ello, y tampoco esos inventos contemporáneos para “camuflar
el paso del tiempo” sirven para nada. Nada, nada nos lo puede devolver. Ya lo
dijeron siglos atrás otros mucho más capaces: tempus fugit; carpe diem
(expresión que, por otra parte, me hace recordar este fragmento de El club de los poetas muertos).
Y no, el tiempo no se puede
comprar. Tampoco se puede vivir otra vez lo que ya hemos vivido. Y es por todo
esto que creo que el tiempo es el precio más caro que vamos a tener que pagar
en la vida. Porque el tiempo tiene un valor incalculable; porque hay que
aprovecharlo; porque hay que vivir cada minuto al máximo; porque hay que vivir…
vivir, simplemente eso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario